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Aumentos del Salario Mínimo y Reducción de Jornada: Una Deriva Económica con Coste Laboral

Fuente: OkDiario, 2025

AUTOR: Juan Tadeo F. Pereira 

¿Es justo querer mejorar la dignidad del trabajo si, en el intento, se reduce la posibilidad de trabajar? 

Las políticas laborales deben equilibrar el deseo ético de justicia con los límites que impone la realidad productiva. Cuando el ideal de equidad se impone por decreto sin tener en cuenta las capacidades del sistema, el resultado puede ser paradójico: excluir en nombre de la inclusión, empobrecer en nombre del bienestar. La economía no castiga las intenciones, pero siempre responde a los incentivos (F. Pereira, 2025).

La reciente subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en España, que ha alcanzado los 1.134 euros mensuales en 2024, supone la culminación de un proceso de incrementos sostenidos que, desde 2018, han elevado esta cifra en más de un 50%. A esta medida se suma una propuesta paralela: la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales sin disminución de salario. Ambas decisiones, impulsadas con el propósito político de mejorar las condiciones laborales y redistribuir la riqueza, están generando, sin embargo, distorsiones de calado en el mercado de trabajo. Lejos de tratarse de políticas neutras o universalmente beneficiosas, estos cambios afectan directamente a la curva de oferta y demanda laboral, al nivel de empleo, a la competitividad empresarial y, en última instancia, a la inflación.

Desde una perspectiva económica clásica, el establecimiento de un salario mínimo por encima del nivel de equilibrio del mercado implica que la oferta de trabajo aumenta —más personas están dispuestas a trabajar a ese salario— mientras que la demanda disminuye —las empresas contratan menos debido al mayor coste. Este desajuste se traduce en desempleo involuntario, especialmente entre trabajadores con menor cualificación o experiencia, como los jóvenes, migrantes y personas con baja formación. Los datos actuales, lejos de contradecir esta lógica, la refuerzan: mientras que las cifras globales de afiliación a la Seguridad Social pueden mantenerse o incluso crecer de forma agregada, los datos desagregados por edad, tipo de contrato y sector muestran una ralentización clara en la contratación de colectivos vulnerables, así como una caída en la generación de empleo en sectores intensivos en mano de obra como la hostelería, la agricultura o el pequeño comercio.

La otra cara de esta política es la reducción de la jornada laboral sin ajuste salarial, lo que equivale, en términos económicos, a una subida del coste laboral por hora. Si se paga lo mismo por menos horas, el precio del trabajo aumenta. Esto podría ser compensado si la productividad por hora trabajada aumentara, pero esa condición brilla por su ausencia. España arrastra desde hace décadas un problema estructural de baja productividad. Según Eurostat, la productividad por hora en el país está por debajo de la media de la eurozona, y en 2024 apenas creció un 0,4%. Esto significa que los aumentos de costes laborales no están respaldados por una mejora en la eficiencia, lo que erosiona la competitividad del tejido empresarial, especialmente entre las pequeñas y medianas empresas, que carecen de capacidad para absorber estos incrementos o trasladarlos a precios finales.

Esta presión se manifiesta también en los precios. Aunque el salario mínimo no es el único factor que influye en la inflación, sí tiene un efecto directo en sectores donde la masa salarial representa un porcentaje elevado de los costes totales. En servicios como la restauración, peluquería, transporte urbano o asistencia domiciliaria, la subida de costes laborales ha sido trasladada al consumidor. El resultado es un aumento de los precios en estas áreas, como confirman los últimos datos del IPC, con subidas interanuales superiores al 5% en estos sectores, contribuyendo a mantener la inflación subyacente por encima del objetivo del Banco Central Europeo.

Otro efecto colateral poco discutido es la brecha regional que estas políticas acentúan. Un SMI homogéneo aplicado a un país con profundas desigualdades territoriales genera distorsiones. En comunidades como Extremadura o Andalucía, donde los salarios medios son significativamente más bajos que en Madrid o el País Vasco, el salario mínimo se aproxima o incluso supera el 70% del salario medio, lo que tensiona de forma desproporcionada a las empresas locales. Estas regiones, que ya sufren mayores tasas de desempleo y menor dinamismo económico, enfrentan ahora una presión añadida que dificulta aún más la creación de empleo formal y sostenible.

Los defensores de estas medidas argumentan que dignifican el trabajo y reducen la desigualdad. Pero dignificar el trabajo no puede hacerse a costa de expulsar del mercado a los más débiles. El resultado no es más justicia social, sino un mercado más rígido, menos inclusivo y más expuesto a la informalidad. Mientras tanto, los trabajadores cualificados y en sectores con alta productividad se adaptan sin problema, ampliando la brecha con aquellos que, paradójicamente, eran los destinatarios de la protección buscada.

En este contexto, resulta imprescindible replantear el enfoque. Las mejoras salariales deben estar alineadas con la evolución de la productividad, y no con objetivos políticos de corto plazo. No se trata de renunciar a políticas sociales, sino de aplicar mecanismos inteligentes, adaptativos y realistas. Una subida del SMI que no tenga en cuenta el valor añadido real del trabajo no genera riqueza, sino desempleo. Y una reducción de jornada impuesta sin reforma de procesos, digitalización ni formación, solo eleva costes sin aumentar eficiencia. España necesita políticas laborales que favorezcan la competitividad, la creación de empleo de calidad y la movilidad ascendente, no parches que tensionen el sistema y penalicen al tejido empresarial que aún sostiene el mercado laboral.

El objetivo no debe ser repartir lo poco que hay, sino crear condiciones para que haya más. Para ello, hace falta invertir en capital humano, incentivar la innovación, reforzar la formación profesional y aplicar una política salarial que responda a la realidad económica, no a un calendario electoral. De lo contrario, el riesgo es claro: un mercado laboral cada vez más excluyente, una inflación persistente y un país que avanza con pasos firmes hacia una rigidez estructural que hipoteca su futuro económico.

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