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Fuente: Forbes, 2025 |
Autor: Juan Tadeo F. Pereira
La introducción de la inteligencia artificial (IA) en la dinámica económica contemporánea no puede analizarse únicamente como un fenómeno tecnológico, sino como una disrupción estructural con efectos profundamente transformadores sobre el mercado de trabajo, la distribución del ingreso, la organización de las empresas y, en última instancia, sobre la propia morfología del modelo económico. En el caso español, esta transformación tiene implicaciones especialmente sensibles debido a la configuración sectorial del empleo, al elevado peso de actividades de baja productividad (como la hostelería, el turismo y la administración básica), a la dualidad histórica del mercado laboral, y a una productividad total de los factores que, en términos comparativos, ha mostrado estancamiento estructural desde principios del siglo XXI. El avance de la IA no solo presiona las bases tradicionales del empleo en España, sino que acentúa tensiones económicas latentes y obliga a un replanteamiento urgente de las políticas públicas, fiscales, educativas y laborales. La aceleración digital no es una hipótesis futura: es una realidad que está redistribuyendo capital, trabajo y poder económico a una velocidad que desborda los mecanismos de adaptación convencionales.
Según estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE) cruzadas con las proyecciones de la OCDE, se calcula que cerca del 30% del empleo actual en España presenta un riesgo medio o alto de automatización total o parcial en los próximos 10-15 años. Esto equivale a más de 6,3 millones de puestos de trabajo potencialmente transformables o prescindibles, con especial afectación en las ocupaciones asociadas a tareas repetitivas, administrativas o logísticas. No obstante, esta cifra debe matizarse en función del grado de sustitución tecnológica efectiva, la elasticidad de la demanda por nuevos servicios y la capacidad del sistema económico para generar empleos complementarios. De hecho, la consultora PwC, en su informe "Will Robots Really Steal Our Jobs?", plantea que el impacto neto de la IA podría ser positivo si la transición laboral se acompaña de políticas de inversión formativa, reconversión profesional y estímulo a sectores emergentes, señalando un posible crecimiento del PIB de hasta el 14% en España hacia 2030 derivado únicamente de la adopción inteligente de tecnologías de automatización, lo que supondría un incremento potencial de 186.000 millones de euros en valor agregado bruto.
Sin embargo, el problema de fondo no es tecnológico, sino distributivo: ¿quién gana y quién pierde con este salto de productividad? La automatización tiende a beneficiar al capital en detrimento del trabajo cuando no existen mecanismos compensatorios. El modelo de crecimiento español, basado en décadas recientes en salarios bajos, precariedad contractual y bajo nivel de capital humano, enfrenta un dilema existencial: o se transforma hacia un paradigma basado en valor añadido, conocimiento intensivo y productividad del trabajo, o corre el riesgo de agravar sus brechas estructurales. La evidencia empírica sugiere que los países con mayor tasa de automatización no necesariamente destruyen más empleo, pero sí exigen un mercado laboral altamente flexible, con una fuerza laboral formada y un sistema educativo alineado con la demanda tecnológica. En este sentido, la Comisión Europea ya ha advertido que España necesita incrementar al menos en un 30% su inversión en formación continua y capacitación digital para poder absorber la transición IA sin amplificar el desempleo estructural. En 2023, solo un 18% de los trabajadores adultos participó en procesos formativos relacionados con nuevas tecnologías, muy por debajo del 33% de la media de la UE.
Históricamente, España ha experimentado procesos de automatización tardíos y desiguales. La introducción de maquinaria en el sector industrial durante las décadas de 1960 y 1970, o la informatización parcial del sector público en los años 90, no generaron en su momento una destrucción masiva de empleo, pero sí provocaron intensas fracturas territoriales y sectoriales. La lección histórica es clara: no es la tecnología lo que destruye empleo, sino la falta de adaptación institucional y social al cambio tecnológico. A diferencia de revoluciones anteriores, la IA no solo sustituye fuerza física, sino que empieza a sustituir inteligencia humana en tareas complejas como el análisis jurídico, la predicción de comportamiento, la toma de decisiones financieras o la redacción de textos técnicos. En sectores como la auditoría, la banca o la abogacía, los sistemas de IA generativa ya están desplegando capacidades que hace cinco años eran consideradas exclusivamente humanas. La aparición de herramientas como “Forensic Whispering”, en el campo de la auditoría forense para la prevención del fraude empresarial, ejemplifica esta evolución: esta propuesta, desarrollada desde un enfoque híbrido entre tecnología predictiva y análisis forense de patrones contables, permite identificar irregularidades contables, flujos financieros atípicos y estructuras empresariales sospechosas con una precisión que supera la capacidad humana tradicional. Tal desarrollo no solo cambia el perfil del auditor, sino que redefine el concepto mismo de control financiero, generando oportunidades para una mayor transparencia, pero también amenazas si estas herramientas no están reguladas de manera ética y jurídica.
Desde el prisma del empleo, los sectores más amenazados en España incluyen los servicios administrativos (que emplean al 9,4% de la población ocupada), el comercio minorista (13,1%) y la logística y transporte (4,6%). Estas actividades concentran una masa laboral de cualificación media o baja, con alta repetitividad y baja resiliencia ante la automatización. La implantación de sistemas de atención virtual, planificación automatizada de rutas o contabilidad algorítmica puede eliminar cientos de miles de empleos si no se diseñan políticas de reabsorción laboral. En términos absolutos, la AI podría desplazar —total o parcialmente— hasta 1,8 millones de empleos en estos tres sectores en la próxima década. Por el contrario, las actividades que presentan mayor potencial de crecimiento incluyen la inteligencia de datos, la ciberseguridad, la gestión energética, la biotecnología y los servicios avanzados a empresas. España podría crear más de 600.000 empleos netos en estos ámbitos si consigue movilizar inversión suficiente y reformar su sistema de formación profesional, que hoy presenta tasas de abandono del 18,2%, una de las más altas de la UE.
En este contexto, la política pública no puede limitarse a programas piloto o subvenciones simbólicas. Se requiere un nuevo pacto productivo nacional, que articule inversión en I+D+i (actualmente en el 1,44% del PIB, frente al 3,13% de Alemania), transformación educativa (con un déficit de titulados STEM del 40% respecto a la demanda empresarial), y actualización del sistema fiscal para captar renta tecnológica. La creación de un impuesto sobre la automatización (robot tax), como ha planteado la Comisión de Asuntos Económicos del Congreso, podría ser una medida redistributiva, aunque requiere coordinación internacional para evitar deslocalizaciones. Paralelamente, el sistema de cotizaciones sociales deberá reformarse para evitar su dependencia excesiva del trabajo humano, en un mundo donde el capital intangible y la automatización generan cada vez más valor sin contribuir proporcionalmente a la financiación del Estado del bienestar.
En el plano social, la IA también plantea una redefinición del contrato social. El trabajo no es solo un medio de subsistencia, sino un eje de integración y dignidad personal. Si grandes segmentos de la población activa —especialmente mayores de 50 años o personas con baja cualificación— quedan excluidos del nuevo paradigma tecnológico, el riesgo de polarización socioeconómica y desafección institucional será real. España ya presenta una tasa de pobreza laboral del 11,7% y una desigualdad de ingresos que, medida por el coeficiente de Gini (33,0), está entre las más elevadas de Europa occidental. La IA, si no se gestiona con criterios de justicia económica, podría amplificar estas brechas.
Ante este escenario, los sindicatos han comenzado a adoptar una postura más proactiva. UGT y CCOO exigen la inclusión de cláusulas de control algorítmico en los convenios colectivos, el establecimiento de derechos digitales del trabajador, y la creación de un Observatorio Público de Impacto de la IA en el Empleo, con capacidad vinculante para frenar usos laborales abusivos. Por su parte, las patronales defienden la necesidad de flexibilidad regulatoria y reducción de cargas fiscales para facilitar la adopción tecnológica. Esta tensión entre eficiencia y equidad será uno de los grandes debates económicos de la próxima década.
En conclusión, la inteligencia artificial representa un desafío sistémico para la economía española, que exige respuestas audaces, coordinadas y anticipatorias. No se trata simplemente de adaptarse a una nueva herramienta, sino de reconstruir los cimientos de un modelo económico sostenible, equitativo y competitivo en el siglo XXI. España tiene una ventana de oportunidad para liderar —al menos parcialmente— esta transición, pero el tiempo es limitado y los riesgos son asimétricos. El empleo del futuro no será un calco del pasado con más máquinas: será un nuevo ecosistema donde el conocimiento, la regulación ética, la inversión estratégica y la cohesión social determinarán si la IA se convierte en un motor de progreso o en una fuerza de exclusión.
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