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Fuente: La Vanguardia, 2025 |
Autor: Juan Tadeo F. Pereira
En el año 2025, España enfrenta una de las mayores crisis habitacionales de su historia democrática reciente. La vivienda se ha convertido en un bien escaso, inaccesible para amplios sectores de la población, y ello no solo constituye un problema económico, sino también una amenaza directa a la cohesión social del país. Lejos de tratarse de un fenómeno coyuntural, estamos ante una crisis estructural cuya raíz se encuentra en décadas de políticas públicas ineficientes, desinversión en vivienda social, y una dinámica de mercado profundamente desequilibrada.
El contexto económico refleja con claridad esta tensión. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el Índice de Precios de Vivienda (IPV) cerró 2024 con una subida interanual del 11,3 %, y las previsiones apuntan a un incremento adicional del 4 % durante 2025. Este aumento es especialmente alarmante si se compara con la evolución de los salarios, que apenas han crecido un 2 % anual en el mismo periodo. La brecha entre precios y salarios se ha convertido en una barrera infranqueable para muchos hogares. Mientras tanto, el alquiler tampoco ofrece refugio: el precio medio del arrendamiento ha subido más de un 35 % en los últimos cinco años en ciudades como Madrid, Barcelona o Málaga. En zonas especialmente tensionadas, como Baleares o Canarias, encontrar una vivienda asequible es prácticamente imposible.
Este fenómeno ha sido exacerbado por varios factores. Por un lado, la oferta es claramente insuficiente. En los últimos años se han construido, de media, apenas 100.000 viviendas anuales, mientras que la demanda efectiva supera las 180.000. El resultado es un déficit acumulado que alimenta la presión alcista sobre los precios. Esta escasez de construcción responde a múltiples causas: trabas burocráticas, escasez de suelo urbanizable, y una legislación urbanística dispersa y, en muchos casos, obsoleta. A ello se suma la creciente conversión de viviendas residenciales en alojamientos turísticos, especialmente en zonas costeras y centros urbanos, lo que reduce el parque disponible para residentes permanentes.
La estructura socioeconómica de los demandantes de vivienda también ha cambiado. La precariedad laboral impide que una gran parte de la población joven pueda acceder a hipotecas. Según los últimos datos del Banco de España, un trabajador joven necesita destinar más del 60 % de su salario neto para afrontar la compra de una vivienda en propiedad. Esto no solo limita el acceso a la vivienda, sino que retrasa otros hitos vitales, como la emancipación, la formación de familias o el nacimiento de hijos, lo que agrava, a su vez, los problemas demográficos.
A nivel histórico, esta situación no es nueva, pero ha alcanzado niveles particularmente preocupantes en la última década. La burbuja inmobiliaria de los años 2000, su estallido en 2008 y la posterior crisis financiera ya pusieron de manifiesto las debilidades estructurales del mercado inmobiliario español. No obstante, lejos de aprovechar el momento para reconfigurar el modelo hacia uno más justo y equilibrado, se optó por rescatar al sector financiero, dejando en segundo plano la función social de la vivienda. Hoy, muchos de esos errores se repiten: la inversión institucional en el mercado del alquiler —conocidos como "fondos buitre"— ha ganado protagonismo, y la vivienda vuelve a ser considerada un activo financiero antes que un derecho básico.
Las consecuencias económicas de este problema son significativas. El alto coste de la vivienda limita la capacidad de consumo de los hogares, reduce la movilidad laboral y desincentiva el emprendimiento. En términos macroeconómicos, frena el crecimiento potencial del país y aumenta la desigualdad. Además, encarece los costes laborales, al obligar a las empresas a ofrecer salarios más altos para compensar el coste de vida en determinadas zonas. Desde una perspectiva social, la falta de vivienda adecuada afecta al bienestar psicológico y físico de las personas, y genera tensiones comunitarias, especialmente en barrios con procesos de gentrificación o saturación turística.
Frente a esta realidad, algunas comunidades autónomas y municipios han empezado a implementar políticas innovadoras. El programa de Aval Joven en Murcia ha permitido que más de 680 jóvenes accedan a su primera vivienda mediante avales públicos que cubren el 100 % del préstamo hipotecario. En Canarias, se ha lanzado una estrategia de construcción industrializada que permite levantar edificios en apenas 4-6 meses, frente a los 18-20 meses habituales, lo cual podría incrementar de forma sustancial la oferta a corto plazo. El Gobierno central, por su parte, ha activado un PERTE de vivienda dotado con 1.300 millones de euros, con el objetivo de promover entre 15.000 y 20.000 viviendas anuales en régimen asequible o social durante los próximos diez años.
Sin embargo, estas medidas, aunque valiosas, no serán suficientes si no se abordan las causas estructurales del problema. Es urgente revisar el marco legal para agilizar los procesos de urbanización y construcción, incentivar la rehabilitación de viviendas vacías, limitar el uso especulativo del suelo y del parque inmobiliario, y aumentar drásticamente la inversión pública en vivienda protegida. España necesita recuperar el papel del Estado como garante del derecho a la vivienda, siguiendo ejemplos exitosos como el de Viena o los Países Bajos, donde más del 20 % del parque inmobiliario es público.
¿Por qué en España, con tantas viviendas vacías, sigue siendo tan difícil acceder a una?
Porque el mercado inmobiliario español no está pensado para garantizar un derecho, sino para maximizar una inversión. Según datos del INE, más de 3,8 millones de viviendas están vacías, muchas en manos de fondos de inversión o grandes propietarios que prefieren esperar a que suban los precios antes que ponerlas en alquiler. El resultado: un mercado tensionado, precios artificialmente altos y generaciones que viven de alquiler sin opciones reales de compra.
¿Es la subida del alquiler culpa solo del turismo o hay algo más profundo?
El turismo ha sido un factor multiplicador, especialmente en ciudades como Barcelona, Madrid, Sevilla o Valencia, donde las viviendas de uso turístico han expulsado a residentes de barrios enteros. Pero el problema va más allá: hay una ausencia histórica de política de vivienda pública, incentivos fiscales mal diseñados y una falta total de regulación del mercado del alquiler. En lugar de proteger al inquilino, se ha protegido la rentabilidad del propietario.
¿Qué ha hecho el Estado para garantizar el acceso a la vivienda?
Muy poco. España destina apenas el 0,1% del PIB a políticas públicas de vivienda, frente a una media del 0,6% en Europa. Países como Austria o los Países Bajos llevan décadas construyendo vivienda social a gran escala. Aquí, mientras tanto, se vendieron miles de viviendas públicas a fondos buitre en plena crisis. Es un fracaso de largo recorrido, transversal a distintos gobiernos.
¿Qué consecuencias tiene esta crisis en la economía general?
Enorme. El aumento del coste de la vivienda reduce el poder adquisitivo de los hogares, frena el consumo, limita el ahorro y multiplica la dependencia familiar. Además, genera un efecto llamada sobre la inflación y empuja a las empresas a ofrecer salarios más altos, tensionando aún más el mercado laboral. También afecta a la movilidad laboral: muchos rechazan empleos por no poder permitirse vivir en determinadas ciudades.
¿Y en lo social?
Es una bomba de relojería. La vivienda está fracturando la cohesión social: jóvenes que no pueden emanciparse, familias que destinan más del 40% de su salario al alquiler, personas mayores expulsadas de sus barrios por la gentrificación. El resultado es una generación atrapada y sin horizonte. Se erosiona la confianza en las instituciones y se alimenta el resentimiento hacia un sistema que, en apariencia, no ofrece salidas justas.
¿Estamos ante una nueva burbuja?
No con las mismas características que la de 2008, pero sí con consecuencias igual de dañinas. Hoy no hay un boom constructor financiado con hipotecas de alto riesgo, pero sí una burbuja de rentas: el alquiler sube por encima del salario, y eso no es sostenible. Cuando la gente no puede pagar, el sistema colapsa desde abajo, no desde los bancos. La burbuja está, solo que en otra forma.
En definitiva, la crisis de la vivienda en España no es una tormenta pasajera, sino un síntoma de un modelo económico desequilibrado que antepone el beneficio privado a los derechos sociales. Si no se toman medidas estructurales y ambiciosas, la vivienda seguirá siendo un factor de exclusión, desigualdad y conflicto social. En cambio, si se gestiona con visión de futuro y voluntad política, puede convertirse en un eje de desarrollo sostenible, bienestar colectivo y justicia social.
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