La gestión presupuestaria constituye el principal instrumento de política económica de un Estado moderno, pues a través de ella no solo se ordenan los recursos financieros, sino que también se define el alcance de los derechos sociales, el ritmo de las inversiones y la credibilidad internacional de un país. "Un presupuesto prorrogado es como un reloj detenido: marca la hora, pero nunca el tiempo real de la nación" (Pereira, JT. 2025).
AUTOR: Juan Tadeo F. Pereira
La incapacidad del Gobierno español para presentar en tiempo y forma los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para 2025 no constituye un mero retraso procedimental, sino un problema estructural que revela debilidades institucionales y genera consecuencias económicas de gran calado. En un entorno macroeconómico marcado por la persistencia de la inflación, la erosión del poder adquisitivo, la deuda pública en máximos históricos y el retorno de la disciplina fiscal europea, gobernar con unas cuentas prorrogadas equivale a un ejercicio de inercia política que hipoteca la capacidad de respuesta del Estado frente a los desafíos actuales.
El contexto no es favorable. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), el Índice de Precios de Consumo (IPC) en España registró en agosto de 2025 un crecimiento interanual del 3,5 %, impulsado por el encarecimiento de la energía (+6,1 %) y de los alimentos básicos (+4,7 %). En este escenario, mantener inalteradas las partidas de gasto diseñadas en los presupuestos de 2024 significa, en términos reales, una reducción de recursos. Así, los 10.000 millones de euros asignados a sanidad en el ejercicio anterior representan hoy apenas 9.650 millones de euros efectivos tras descontar la inflación. Lo mismo ocurre en educación, donde los 5.500 millones destinados a becas y ayudas equivalen en términos reales a unos 5.300 millones, lo que limita la capacidad redistributiva del Estado y amplía las brechas sociales.
La consecuencia más inmediata es la erosión del gasto público en un momento en que las demandas sociales y económicas son más elevadas. El mantenimiento de unas cuentas prorrogadas supone que las pensiones mínimas, becas y subsidios pierdan valor real, afectando especialmente a los colectivos más vulnerables. Una beca universitaria media de 1.500 euros pierde efectividad cuando el precio del alojamiento sube más de un 6 % interanual, del mismo modo que una pensión de 800 euros mensuales reduce su poder adquisitivo en un contexto en el que los bienes básicos absorben cada vez una mayor proporción de la renta disponible de los hogares.
La dimensión fiscal es igualmente preocupante. España mantiene un déficit público estimado en el 3,2 % del PIB para 2025, apenas por encima del límite del 3 % fijado por las reglas de disciplina fiscal de la Unión Europea, que volverán a aplicarse de forma estricta en 2026 tras su suspensión temporal durante la pandemia. Sin embargo, la prórroga presupuestaria impide diseñar políticas de consolidación ordenada, posponiendo decisiones necesarias y aumentando la vulnerabilidad fiscal. La deuda pública española se sitúa ya en torno al 108 % del PIB, lo que equivale a más de 1,6 billones de euros, y con unos costes de financiación en aumento, dado que el interés medio de la deuda emitida en 2025 ronda el 3,3 %, frente al 1,5 % de 2021. Cada décima de subida en el coste medio de la deuda supone alrededor de 1.600 millones de euros adicionales en pagos de intereses, un lastre que condiciona la política económica y limita el margen de actuación del Estado.
El problema no se circunscribe a España. La Comisión Europea ha advertido en sus previsiones de verano de 2025 de los riesgos que enfrentan los países de la eurozona con mayor deuda acumulada, como Italia (137 % del PIB), Francia (111 %) o España (108 %). El Fondo Monetario Internacional, en su informe de primavera, señaló que la sostenibilidad fiscal en Europa depende de la capacidad de sus Estados miembros para implementar presupuestos creíbles y transparentes que reduzcan progresivamente los desequilibrios. En este contexto, la prórroga española envía una señal negativa a los mercados internacionales, aumentando la prima de riesgo y debilitando la posición negociadora del país en el seno de la Unión.
Además, la falta de unos presupuestos actualizados pone en riesgo la recepción de los desembolsos vinculados al Mecanismo de Recuperación y Resiliencia (MRR). España tiene comprometidos más de 70.000 millones de euros en transferencias directas y alrededor de 80.000 millones en préstamos en condiciones ventajosas. Sin embargo, estos fondos están condicionados al cumplimiento de hitos y objetivos concretos, muchos de ellos asociados a reformas estructurales y al alineamiento presupuestario con las prioridades europeas en transición energética, digitalización y cohesión social. La prórroga, al no reflejar estas prioridades, podría ralentizar o incluso comprometer parte de los desembolsos previstos, afectando al crecimiento potencial de la economía española.
El impacto social tampoco puede obviarse. Según Eurostat, España presenta una tasa de riesgo de pobreza o exclusión social del 26,5 %, una de las más altas de la Unión Europea. En este escenario, la congelación de transferencias sociales en un contexto inflacionario amplía la desigualdad y deteriora la cohesión social. Mientras otros países europeos como Alemania o Francia han aprobado presupuestos expansivos para 2025 con incrementos en gasto social del 4,5 % y 3,2 % respectivamente, España corre el riesgo de retroceder en materia de equidad al mantener congeladas sus cuentas en términos nominales.
En definitiva, la prórroga presupuestaria en España para 2025 no es un simple contratiempo político, sino un factor que agrava los desequilibrios fiscales, erosiona la eficacia del gasto público y debilita la credibilidad internacional del país. La inflación, la deuda elevada y la exigencia de disciplina fiscal por parte de Bruselas hacen que esta inacción sea especialmente costosa, tanto en términos económicos como sociales. La ausencia de un marco presupuestario actualizado limita la capacidad del Estado para redistribuir recursos, compromete la estabilidad financiera y reduce la competitividad de la economía en el medio plazo.
El coste de esta decisión, o más bien de esta falta de decisión, no se mide únicamente en cifras macroeconómicas. Cada euro perdido por el efecto de la inflación en partidas sociales se traduce en familias que ven reducida su capacidad de consumo, en jóvenes que encuentran mayores obstáculos para acceder a la educación superior y en pensionistas que deben ajustar su nivel de vida a precios crecientes. A nivel internacional, cada punto de desconfianza añadido por parte de los mercados se refleja en más millones destinados al pago de intereses de la deuda en lugar de a inversiones productivas. España, en suma, no puede permitirse el lujo de seguir gobernando con presupuestos prorrogados en un contexto que exige previsión, responsabilidad y visión estratégica.
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